El Salvador.- Son las 7.00. y ya hace mucho calor en el Pacífico salvadoreño. Aquí casi no conocen la palabra “frío” y cuando se le menciona, los centroamericanos aseguran que frío hace de noche, cuando la mínima apenas desciende de los 30 grados. Estamos en el Cuco, cerca de la frontera nicaragüense, en mar abierto.
Aquí el mar golpea con fuerza. Parece que quiera comerse la tierra. Las olas llegan seguidas, de a tres y, a veces, de a cuatro. Es tal su fuerza y virulencia que cuesta mantenerse en pie cuando el agua te llega tan sólo a la cintura. Las playas son largas y las palmeras asoman sin timidez hasta la orilla. Si no fuera porque el mar no es completamente azul uno diría que está en el Caribe. Pero, no, El Cuco está en el Pacífico que, aquí, curiosamente, es de todo menos pacífico.
Por eso, en los últimos años se ha convertido en el refugio preferido de surfistas de todo el mundo. Aquí llegan con viaje de ida y vuelta y un paquete contratado por operadoras internacionales que, prácticamente, les aíslan del mundo que rodea las olas que buscan y que aquí superan los cuatro metros.
Estos surferos, gringos, europeos o australianos, no saben que esas olas que intentan dominar ya tienen dueño desde hace muchos años. Y no va vestido de neopreno, ni equipado con las últimas tecnologías del mercado de mar. Son hombres sencillos, menudos pero recios y tenaces, son los pescadores del Cuco.
Controlando las olas
Francisco González, Francisco Salgado y Alfredo son parte de esos superhombres sencillos que cada día combaten las olas y dominan el mar. Su trabajo les cuesta. A veces, hasta diez o quince minutos tarden en salir de la orilla a la espera de que las olas amainen y poder así volar, con el motor al máximo, por encima de ellas.
Los acompañamos en su día de pesca. Pertenecen al centro de acopio de El Cuco, un centro que surgió con la cooperación gallega, andaluza y española. Nos sacan con todo el cuidado que el mar les permite, con golpes de olas por babor y estribor, pero nos sacan. Y ya en mar adentro, a una milla y media de la costa, comenzamos a recorrer esa costa en dirección norte, buscando buena pesca.
Navegamos seis millas, siempre vigilando las olas, que aquí se forman, y corren raudas y desenfrenadas a la orilla. Echamos las redes, más de 500 metros, y luego, una vez acabado el trabajo, echamos ancla y esperamos una hora. “Es el tiempo que dejamos las mallas”, apunta Alfredo, el más veterano de todos. Los otros, muy jóvenes, dejan que sea el quien hable primero, pero luego se sueltan y nos cuentan las durezas del mar, las interminables jornadas de pesca y lo sacrificado de un trabajo que se ha pasado de padres a hijos y de abuelos a nietos. “Lo único que espero es que mi hijo pueda trabajar en mejores condiciones de las que yo lo hago”, comenta uno de los franciscos, el más delgado y menudo.
Trabajan más de doce horas seguidas, de cinco de la mañana a cinco de la tarde, prácticamente sin comer ni beber y con la esperanza de tener una buena jornada. Las buenas, dicen ellos, son la de menos, pero cuando llegan, es como una fiesta. “Yo el otro día saqué 14 libras (siete kilos) de camarón y, entre la pesca que agarré, gané casi 100 dólares”, dice el francisco aguerrido y más hablador. Descontando el combustible, ese día se hizo con cerca de 60 dólares. Una fortuna para un pescador que por marea puede sacar no más de 20 dólares y, a veces, ni para pagar la gasolina.
Seis camarones
Y el ejemplo llega después. Sacamos las redes y el recuento final sólo reporta seis camarones que no llegan a la libra (medio quilo) y dos libras (un quilo de pescado), un producto que en el mercado estaría en poco más de 10 dólares. Si descontamos el combustible de la mañana, 8 dólares, las ganancias del día serían de dos dólares. Un sueldo ridículo en los tiempos que corren.
Recogemos el ancla y los aparejos y nos volvemos. A lo lejos, los surfistas nos contemplan con curiosidad y siguen a lo suyo, a intentar dominar las olas. “Mira los gringos como quieren agarrar las olas, que se vengan, que nosotros les enseñamos”, comenta Alfredo. Por lo menos, tienen el consuelo de seguir siendo los dueños de las olas.
Navegamos seis millas, siempre vigilando las olas, que aquí se forman, y corren raudas y desenfrenadas a la orilla. Echamos las redes, más de 500 metros, y luego, una vez acabado el trabajo, echamos ancla y esperamos una hora. “Es el tiempo que dejamos las mallas”, apunta Alfredo, el más veterano de todos. Los otros, muy jóvenes, dejan que sea el quien hable primero, pero luego se sueltan y nos cuentan las durezas del mar, las interminables jornadas de pesca y lo sacrificado de un trabajo que se ha pasado de padres a hijos y de abuelos a nietos. “Lo único que espero es que mi hijo pueda trabajar en mejores condiciones de las que yo lo hago”, comenta uno de los franciscos, el más delgado y menudo.
Trabajan más de doce horas seguidas, de cinco de la mañana a cinco de la tarde, prácticamente sin comer ni beber y con la esperanza de tener una buena jornada. Las buenas, dicen ellos, son la de menos, pero cuando llegan, es como una fiesta. “Yo el otro día saqué 14 libras (siete kilos) de camarón y, entre la pesca que agarré, gané casi 100 dólares”, dice el francisco aguerrido y más hablador. Descontando el combustible, ese día se hizo con cerca de 60 dólares. Una fortuna para un pescador que por marea puede sacar no más de 20 dólares y, a veces, ni para pagar la gasolina.
Seis camarones
Y el ejemplo llega después. Sacamos las redes y el recuento final sólo reporta seis camarones que no llegan a la libra (medio quilo) y dos libras (un quilo de pescado), un producto que en el mercado estaría en poco más de 10 dólares. Si descontamos el combustible de la mañana, 8 dólares, las ganancias del día serían de dos dólares. Un sueldo ridículo en los tiempos que corren.
Recogemos el ancla y los aparejos y nos volvemos. A lo lejos, los surfistas nos contemplan con curiosidad y siguen a lo suyo, a intentar dominar las olas. “Mira los gringos como quieren agarrar las olas, que se vengan, que nosotros les enseñamos”, comenta Alfredo. Por lo menos, tienen el consuelo de seguir siendo los dueños de las olas.
Fotos: Marcos Canosa
Texto: Xurxo Salgado
Dos dólares por doce horas de trabajo. ¡Qué barbaridad! Estos pescadores sí que tienen mérito... Y no quiero ni pensar qué pasaría si no tuviesen el centro de acopio ni las otras ayudas que comentáis. La historia da que pensar, sobre todo, en contraste con la vida de esos surfistas que quieren convertirse en dueños de las olas, simplemente, por placer.
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